A veces ocurre que la primera vez que escuchas una canción, remueve algo dentro de ti, y en ese preciso instante, la haces tuya. Crece contigo, madura al mismo tiempo. Es esa sinfonía que retumba en tu cabeza al hundirte emocionalmente, la que te destruye, la que cantas gritando hasta agotar las lágrimas y quedarte tranquilo y en paz. La que renace contigo después de la tormenta, la que te hace sonreír, o recordar tiempos mejores. La que tarareas en la ducha al dedicarte un día exclusivamente a ti mismo. La que permanece en tu reproductor por muchos años que pasen. Yo tenía dos de estas. Y la primera vez que escuché Bed of Roses tenía trece años.
Ni siquiera recuerdo quién me había grabado el Crossroad, de Bon Jovi, en casette para el walkman. Una pena, se lo agradeceré eternamente, se convirtió en mi disco favorito de la banda. Supongo que fue mi padre. El caso es que teníamos cena familiar, y como ya se sabe que yo a los trece años tocaba mucho los cojones, me llevé el walkman al restaurante y me tiré media noche con los cascos puestos. A los trece también tenía las hormonas revolucionadas, y empecé a llorar con los primeros acordes de guitarra. Como si en aquel restaurante no hubiera nadie más que yo y mis niñatadas. Así fue como la hice mía.
Cambié el walkman por un discman, este por un mp3, y este por mi actual -y ya maltratado- iPod, y ella siempre ha estado ahí a lo largo de estos once años. Se la dediqué a mi ex novio, la escuché miles de veces cuando rompimos, me regodeé durante horas en la tristeza de los recuerdos con ella sonando de fondo. Me autodestruí durante un tiempo, volvía a recordarme que existen tiempos mejores utilizándola de banda sonora. Me recordaba que soy capaz de sentir cosas aunque me empeñe en demostrar que no, cada vez que me emocionaba con los primeros acordes de guitarra. Con el tiempo volví a transformarla para que me traiga esperanzas de un futuro donde los sentimientos no son un fraude. No pueden serlo si existen canciones así.
El miércoles era de noche, y Jon Bon Jovi arrancó con los primeros acordes de guitarra, y mis primeras lágrimas. Lloré los siete minutos que duró, y fue como cerrar un círculo. Al menos hasta que el sábado desperté a mediodía después de acostarme al amanecer de Barcelona tras una noche increíble, y mientras intentaba mantener el equilibrio y que el mundo no girara tan deprisa, volvía a retumbar en mi cabeza. El Bed of Roses.
Sad Sonnet.